LA PRIMERA VEZ... CONTINUACIÓN

¡Muy buenas! Agradezco de corazón esos primeros comentarios(luego os daré los 1000 céntimos que os prometí a cada uno). A ver qué os parece la continuación:



Marlene, llevaba apenas un par de meses en el ejercicio de la Medicina. La sustituta de doña Remigia, jubilada esta rozando los ochenta por una clandestina manipulación de su documento de identidad, gozaba de una belleza juvenil que no pasaba desapercibida en la séptima planta del hospital. Algunos médicos mascullaban por los pasillos que un ángel había caído del cielo. Y este no era eunuco, más bien todo lo contrario.
La negra cabellera rizada contrastaba con el rojizo carmín que teñía sus labios: gruesos y muy bien dibujados. Sus ojos turmalina penetraban en la distancia. Encandilaban a los facultativos que apartaban la mirada en décimas de segundo. La bata se ceñía irremediablemente en su busto. El vestuario médico no concebía un torso tan prominente con cintura de aguja.

La mañana del diecisiete de septiembre aguardaba en sala de espera con los nervios sobrevolando mi cabeza. Como aves carroñeras pronto aterrizarían para devorarme. Al lado, un hombre instalado probablemente en la cincuentena criticaba con dureza.

¡Será sinvergüenza! ¡Quedarse con los millones del viejo! Ya lo decía mi padre: “El muerto al hoyo y el vivo al bollo” — vociferaba a un smartphone al que le había puesto el manos libres.

Su conversación de cariz tan rudo y agresivo no brindaba la calma que hubiera precisado en aquel duro trance. Un puño bien asestado acallaría a aquel impresentable. Y no porque le faltara razón en su crítica; solo porque no era el momento y procedía la deferencia al resto de pacientes que con cierta tensión esperábamos un diagnóstico. Su tono fue in crescendo pese a ser chistado por un par de mujeres. Ya no aguantaba más. Cerré los dedos como si agarrara tierra. Flexioné el codo llevando mi puño para atrás. Así tendría recorrido suficiente para asestar un buen mamporrazo. Como los de Bud Spencer pero sin el ficticio sonido de las películas.

¿Camilo Calavera? — sonó una voz melosa. El reclamo de mi nombre con esa suavidad frenó mi sacudida cuando solo la separaba un palmo de la cara de aquel charlatán. Cuando giré mi cabeza casi frotando mis ojos espeté: “Persente”…digo… “Presente”.
Aquella diosa enfundada en una bata me indicaba que pasara a consulta. Ahora mi corazón latía más deprisa. Doña Remigia prescribió una última prueba para confirmar la enfermedad. Mi pesimismo innato me hacía presagiar semanas atrás que algo se expandía en mi interior. La última palabra pasaba por la boca de una recién llegada al oficio. Tras lanzarme una batería de preguntas a las que tenía que pensar para responder, los nervios por el diagnóstico y por la entallada silueta de la doctora novel coartaban mi función cognitiva, anunció que debía auscultarme.




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